No nos engañemos, podremos hacer muchas cosas en nuestro marketing y comunicación, realizar acciones de lo más diversas e imaginativas, trasladar emociones y experiencias, contribuir a una sociedad mejor o apostar por el medioambiente. Da igual. Al final, todas esas bonitas y loables actuaciones van todas directas por el embudo hacia un solo objetivo: el crecimiento y la rentabilidad de la empresa.
Parece algo obvio, pero en muchas ocasiones, los profesionales del marketing olvidamos cual es nuestra verdadera responsabilidad. Un compromiso que, tal y como yo siempre he defendido, pasa por crear las condiciones más favorables para atraer la atención y el interés de la audiencia y, como consecuencia, se conviertan en clientes.
Es cierto que para llegar a esa meta hay que recorrer un camino, obviamente. Y también que ese camino no es a veces el más corto y directo. Pero, en muchas ocasiones, transitar por esos vericuetos sin tener presente el verdadero destino acaba en rutas sin salida, o peor aún, en salidas no deseadas.
¿Todos los caminos del marketing llevan al crecimiento?
Hay un aspecto se relaciona directamente con todo lo que estoy contando y es el plazo en el que fijamos las estrategias de marketing y comunicación.
Normalmente, cuando planificamos y actuamos en el corto plazo, estamos centrándonos en generar leads, es decir, buscamos las ventas. Y, al contrario, en el medio y largo plazo solemos pensar en construir marca y generar interés. Y, efectivamente, en ese horizonte más largo esperamos que en algún momento lleguen las ventas.
Ya me refería en este mismo canal a esta aparente dicotomía, que no lo es tanto en realidad: el corto plazo paga las nóminas y el medio y largo plazo pagan el futuro de la organización.
El problema surge cuando el departamento de marketing se pierde en su estrategia a medio y largo plazo confundiendo objetivos intermedios con objetivos finales. Puede ser, por ejemplo, que queramos que nuestra marca sea la que mejor experiencia de cliente ofrece (objetivo intermedio), pero no nos podemos quedar ahí. Si no logramos que esa experiencia superior se convierta en euros de ingresos para la empresa, habremos perdido el tiempo y el dinero.
La realidad del cliente es la que marca el camino al marketing.
Bob Hoffman, experto en publicidad, nos proponía una prueba en una de sus newsletters.
Consistía en abrir nuestra nevera y sacar los productos que tenemos en ella. Luego, mirando cada uno de ellos, preguntarnos cuantos de ellos los hemos comprado porque son una marca responsable con el medioambiente, conectan con nuestras emociones, practican políticas de igualdad en sus centros o dedican un porcentaje de sus ingresos a obras sociales. Tú mismo puedes responder…
Lo anterior, aunque puede ser algo simplista, resume el argumento central de todo lo que estoy comentando en este post.
Porque un cliente no es un ser bondadoso, amigable, ético y responsable. No es un ser con valores inquebrantables que antepone siempre lo correcto frente a lo conveniente. El cliente no es como creemos que es ni como nos gustaría que fuese. El cliente es como nosotros.
A la hora de comprar un producto o servicio mirará siempre por sus intereses personales y buscará la mejor opción del mercado según sus propios criterios. Solo en igualdad de condiciones entre dos posibles opciones (algo complicado), elegiría la que aporte además un valor adicional no relacionado con el producto, y no en todos los casos.
Por eso, si no entendemos lo que motiva al cliente para comprar a una u otra marca estaremos dando palos de ciego con la vara del marketing.
¿Significa eso que las empresas se tienen que olvidar de construir marca?
De ninguna manera. La marca es uno de los activos más importantes de una organización, sino el principal. En lo que no se debe caer es en la falsa creencia de que nos comprarán solo por nuestros valores de marca. Si no convencemos con un buen producto, una buena disponibilidad o un precio razonable, los valores de marca no valen de nada. De ahí que la prueba del frigorífico sea tan evidente.
Tal y como yo lo veo, los departamentos de marketing cada vez están dando más peso al factor emocional en la decisión de compra. Y razonan…
¿A quién no le gustaría ser cliente de una empresa que ha conseguido ‘cero emisiones’ de CO2 a la atmósfera?
¿Cómo no comprar a una pyme que recicla el 80% de sus deshechos en la fabricación?
¿No es preferible comprar a una organización que dona el 15 % de sus ingresos a ONGs que comprar a otra que no lo hace?
Este es el tipo de preguntas que se hacen los estrategas de marketing. Y, claro, por supuesto que sí, todos preferimos las empresas con sensibilidad ante los problemas sociales o medioambientales. Por eso, razonan, vamos a hacer este tipo de cosas y construimos la marca sobre estos valores. ¡Seguro que nos compran! Ahí está el falso razonamiento.
Y un ejemplo de que esto es así son los alimentos BIO. Son productos teóricamente naturales, cultivados respetando un estricto protocolo y que tienen un impacto en el medioambiente casi nulo. Estamos de acuerdo…¡son fantásticos! Pero, para un momento, es que son más caros que la alternativa “no BIO”… Entonces…bueno…mejor compro lo de toda la vida.
Todo esto me recuerda cuando empezó la moda de las certificaciones ISO. Al principio fue la ISO 9001 (calidad). Todas las pymes querían tenerla, costase lo que costase (subvenciones aparte). ¿Para controlar la trazabilidad de la calidad? ¡Desde luego que no! Solo para poder comunicar que nuestra pyme apuesta por la calidad y está certificada (frente a otras que no lo están).
¿Impacto del marketing de la ISO 9001 en las ventas? Que cada uno responda, seguro que muchos de vosotros cruzasteis en su día ese puente.
Luego, una vez saturado el mercado con la ISO 9001, vendrían otras. La ISO 14001 (medioambiente), la ISO 18001 (Seguridad y Salud), la ISO 27001 (Seguridad de la Información) etc. Con el tiempo se fueron olvidando y pasaron a ser un estándar para cualquier pyme moderna, sin valor diferencial y, desde luego, sin impacto en ventas. Muchas empresas incluso no renovaron sus certificaciones viendo que no era lo que esperaban…
Mi conclusión: Los valores de marca se dan por supuestos, pero todo lo demás no.
Al igual que en su día fueron las ISO, hoy están de moda otros objetivos marketinianos, muchos ya los has visto. Pero no dejan de ser objetivos intermedios que, si no se alcanzan, pueden afectar negativamente a tus ventas.
Me explico.
Si hoy ya todo el mundo da por descontado que una empresa seria controla la seguridad de sus productos, la calidad o la salubridad, debido a la gran difusión de los nuevos valores responsables que toda organización debe tener, también el cliente da por descontado que esta no contamina, no discrimina a sus trabajadores o que recicla sus desechos. No es un valor de peso en su decisión de compra, lo presupone.
Pero si por cualquier razón el cliente es consciente de una mala práctica empresarial, eso sí tendrá consecuencias en su decisión. Un ejemplo lo vimos el año pasado, cuando se filtraron los llamados “Papeles de Facebook”, donde se revelaban multitud de irregularidades como el tráfico de personas, la censura o transparencia. La crisis reputacional de la compañía todavía se arrastra hoy.
En definitiva, vuelvo al embudo del marketing: las ventas y la rentabilidad es el fin de cualquier estrategia de marketing y comunicación. Si optas por trasmitir los valores de marca, no olvides que no te comprarán por ello, pero sí te tendrán en cuenta a la hora de la decisión de compra. Eso sí, empieza por entender las motivaciones de compra de tu cliente, saber lo que quiere, lo que le satisface.
Ten presente que con la emoción no es suficiente. Solo si ofreces un producto adecuado con elementos diferenciales sobre la competencia podrás inclinar la balanza a tu favor.
Recuerda, Gillette no vende más porque lo recomiende un deportista famoso. Vende más y a mayor precio que los demás porque tiene un producto superior.
Nunca perdamos de vista el objetivo del marketing: ganar clientes.
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